INSTITUTO BERROTARAN - Nivel Medio -
Instituto de Enseñanza Privada Incorporado a la Enseñanza Oficial
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ORDEN FECHA ALUMNOS CURSO INFORMACIÓN - OPINION
1 Sept. 2014 Lucia Cismondi 2 "B"

La última carta

   Abril  de 1982
“Voy a estar bien, lo prometo” fue lo último que le oí decir antes de que partiese a la guerra.
El tren estaba por salir y miles de mujeres -como yo- se despedían de sus esposos. Una gran parte de ellas estaba llorando, agitando sus pañuelos en el aire. Otras acompañaban a sus hijos, hablándoles y consolándolos, manteniéndose fuertes frente a ellos. Los peinaban y les decían que debían estar felices por papá, que él era todo un ejemplo a seguir. Papá no quería ser un ejemplo.
Los soldados comenzaban a abordar el tren, siguiendo las instrucciones del Capitán. Pablo se acercó a mí muy rápido, a escondidas de los demás. La fila de soldados avanzaba lentamente. Me plantó un beso en los labios, y me abrazó fuerte por  la cintura. Luego se agachó, y entre lágrimas besó mi vientre con calma. Recordé la cantidad de veces que me había dicho que quería un hijo mío, una mujercita. Lo decía con los ojos brillosos, pestañeando muy rápido. Decía que le enseñaría a tocar el piano, que aprendería a trenzarle el pelo sólo para jugar con ella. Decía muchas cosas…
Su nombre sonó en uno de los parlantes de la estación. Se puso de pie y me miró a los ojos. “Voy a estar bien, lo prometo”, murmuró antes de marcharse, para así, verlo desaparecer entre la oleada de hombres con trajes camuflados, con grandes mochilas y vestidos arrugados de mujeres con la cara manchada. Y más abajo, allí donde nadie observaba, decenas de niños pidiendo cosas que, a oídos de esas mujeres, no era más que un simple juego de la suerte. Los niños pedían a papá. 
Dos semanas y su primera carta llegó. Recuerdo que el cartero me la dejó sobre las manos, y con una mirada mustia me saludó de una manera  que no quiero recordar. Yo me encontraba sentada en los escalones de la entrada de la casa que él y yo habíamos construido juntos. Mi vestido azul con un pañuelo blanco en la cintura hacía juego con mis ojos y le daba brillo a mi piel.
Con las manos temblorosas abrí de a poco el sobre, sacando así la carta que estaba doblada por la mitad en muchas partes. Olía a tierra mojada y tenía manchas de grasa. Aún así, saber que sobre ese papel escribió Pablo, me provocaba muchas  ganas de llorar. Ganas de sacarlo de donde estaba y traerlo conmigo, sólo para poder abrazarlo. Cuando me contó que se iba a la guerra pensé que se trataba de una broma, y luego se me ocurrió que simplemente lo habían reclutado. Pero no, él se había ofrecido. Y eso me dolió muchísimo. Me enojé con él con la escusa de que no pensaba en mí ni en nuestro bebé, que podía morir allí mismo y yo no iba a llorar. Luego comprendí, lastimosamente, que él lo hacía para proteger lo que era suyo. Para darle una mejor vida a nuestro hijo y a mí.

   Y ahora sólo me quedaba un rotoso papel que ni siquiera olía a él. Toqué la carta con la yema de los dedos. Era áspera y desprendía polvillo.
  “Querida Sofí:
   ¿Cómo está todo por allá? Si te preguntás de vez en cuando cómo estoy, estoy bien. Salvo por los enfrentamientos que no me dejan descansar, estoy completo. Hasta ahora no me dieron con nada. Perdoná que llegue tarde la carta, no nos dejan mandar muchas porque es “una pérdida de tiempo”. Me enoja mucho no poder hablarte. No nos dejan hacer nada en realidad. Nos dan de comer siempre lo mismo y en mucha cantidad para que no nos debilitemos. Nos la pasamos haciendo ejercicio todo el día, nos hacen correr alrededor del galpón donde dormimos. Mirá vos, tanto que me gustaba dormir… acá me dejan hacerlo solo cuatro horas. Tengo unas ganas de que me vengas a buscar (porque vos me dejás dormir hasta tarde).
   Espero que me mandes muchas cartas después de ésta, así al menos sé cómo estás. Mandámelas con tu perfume, que lo extraño muchísimo. En realidad, te extraño a vos. Si no te veo ya, me voy a morir antes de que me metan una bala en el medio del pecho. En el sobre que sí o sí me tenés que mandar (porque me voy a enojar si no lo hacés) quiero una foto tuya. Me acordé apenas entré en el tren. Quise pegarte un grito, pero no me dejaron ¡ Me quería cortar la cabeza, Sofía!
   Te extraño mucho y te quiero mucho, a vos y a mi hijito. Cuando nazca quiero una foto, así la guardo en el traje. Mandale saludos a mis amigos  pero … no te  les acerqués mucho.
   Te amo.
Pablo.”
Antes de leer el último “te amo”, rompí en un seco llanto. Yo también lo extrañaba, yo también lo amaba. Quería saber más, con un “estoy bien” no me decía nada. Lo odiaba por ser tan conciso y claro. Quería que empezara a divagar como hacía siempre cuando hablábamos. Pero no estábamos hablando.
Luego de una semana le escribí  para saber cómo estaba emocional y físicamente. Le dije que también lo extrañaba y que esperaba noticias. Coloqué en el sobre una foto de los dos  del día en que nos casamos y simplemente, despaché la carta. Nada de lo que le enviara era suficiente, todo me parecía poco. No estaba bien. Quería tenerlo a mi lado, y las noticias sobre la guerra me deprimían más, haciendo menos posible el volver a verlo.
En la radio decían que las armas de nuestros soldados no funcionaban bien, que ellos mismos no sabían cómo organizarse y que la esperanza de todo el pueblo argentino se estaba perdiendo. A veces me paseaba por el centro y miraba las noticias en algún televisor de las vidrieras. Siempre era lo mismo: el frío que llegaba a 18 grados bajo cero era insoportable, la comida a veces escaseaba y la organización era terrible. Mi miedo por perder a mi esposo cada día era más grande. Cada día dolía más.

   Mayo de 1982
Recibí una carta cada semana desde que se fue. Estaba contenta. Pablo me contaba que no era tan dramático como las noticias lo hacían parecer. No sé si lo decía realmente para tranquilizarme o porque era verdad. Noté que evitaba contarme los problemas por los que estaba pasando, tal vez para no preocuparme. Siempre terminaba sus cartas con las mismas palabras que me dijo antes de partir. Y yo confiaba en su promesa. Confiaba en él, plenamente.
   Junio de 1982
El cartero pasaba cada vez menos por casa. La situación en las Malvinas era deplorable. El mes pasado Pablo fue muy puntual con sus cartas, una cada semana, a veces dos. Pero Junio llegó de golpe, y llegó vacío, sin sorpresas. La guerra había terminado. Las Malvinas ya no nos pertenecían, nos quedaban sólo los rastros de la miseria y los escombros que dejó el bombardeo. La guerra había terminado, y con ella la vida de muchas personas.
Pensé que Pablo no me escribía porque ya todo había terminado y pronto volvería a casa, a mis brazos. Pensé muchísimo. Durante dos semanas me torturé con millones de posibilidades sobre la falta de presencia de mi esposo.
Un día un móvil verde oscuro se plantó frente a casa. De él bajaron dos soldados, con sus trajes azules impecables y un bolso a sus espaldas. Dos soldados. Ninguno de ellos era Pablo. Me encontraba sentada en el mismo lugar en el que había recibido su primera carta. Mis manos estaban sudando. La misma mirada que me dio el cartero al entregarme el sobre fue la misma con la que estos dos señores me recibieron. Solo bastó para que uno de ellos pronunciara dos palabras: “Lo sentimos”.
Ya nada importaba. Mi Pablo había muerto en el combate una semana atrás. Fue golpeado por los escombros de un edificio que cayó por el impacto de una bomba. Me trajeron su ropa lavada, pero la mancha de sangre aún estaba allí. Me estremecí completamente al ver un papel que él llevaba guardado en la chaqueta el día de su muerte. Era una carta para mí. La última carta que escribió y jamás pudo enviarme.
Me lancé a los pies de uno de los hombres que me entregó la carta. Tuve que hacer un esfuerzo para  mantenerme calmada, pero no pude. Me rendí y dejé que toda mi angustia se fuera con el llanto. Me quitaron todo lo que quería. Me quitaron a mi esposo, a Pablo. Nos habíamos casado para estar juntos por siempre, ¡era injusto! Era tan irreal, tan… alejado de lo que quería. Grité fuertemente al cielo, llena de rabia y angustia. ¡Me había prometido que volvería sano! ¡Que estaría bien! ¡Me lo juró! No podía recuperar a mi esposo, la muerte lo había tomado del brazo y se lo había llevado. La muerte había tirado los dados, y ganó la partida. Y ahí estaba yo, sola.
Di a luz a mi hija a la semana de morir Pablo. Era una niña, como él quería. Tenía sus ojos, su boca, su pelo. Era su hija, era lo único que me quedaba de él en vida.
 
   Enero de 2014.
Sobre mi lecho duerme María. Tiene 32 años. Me está apretando la mano y ronca despacito. A penas se enteró de que entré al hospital y que me quedaban pocas horas de vida, corrió a mí y llorò en mi pecho. Le dije que se lavara la cara y se durmió rápido.
Llevaba una trenza rubia. Me había tocado dos semanas atrás la canción favorita de su padre en el piano luego de que yo le leyera por última vez una de las cartas que él me enviaba. Era su pasatiempo favorito: sentarse a escuchar la misma historia. Cada vez que se la contaba, me decía que sentía a papá. Y las dos llorábamos. Ya no recuerdo con claridad la cara de Pablo. Sólo sus ojos, que son los mismos que tiene María. En realidad, ella es su copia exacta. Los dos son valientes, arrebatados.
Hoy a mis cincuenta y siete años me doy cuenta de la falta que me haría falta que Pablo me dijera que soy hermosa, que todo va a estar bien, y que si algo me pasa él se va a encargar de estar a mi lado siempre. Hoy a mis cincuenta y siete años, lo único que me queda por delante es el sueño eterno.
“Mamá, ¿estás bien?”
“Sí, mi amor.”
“¿La vas a leer?”
Su última carta. Aun está cerrada y cubierta de sangre. No me atreví a abrirla nunca. Quise sacarme de la mente a Pablo, para siempre. Por supuesto que no lo logré, ni un día. Siempre estaba allí sonriendo, pintando la casa. Pero sólo eran imágenes borrosas que no puedo recordar.
“Sí, vení, sentate”
   “Querida Sofía:
   Te extraño como nunca, mi amor. Todo está por terminar. Todo va a terminar y vamos a estar juntos de nuevo.
   Te quiero decir muchísimas cosas que sé que no me voy a animar decirte cuando estemos frente a frente. Tengo miedo mi vida, siempre lo tuve. Sé que intenté esconderte esta parte de todo lo que estoy pasado acá, pero era inevitable. No te quería lastimar con demasiada información. Todo lo que hago, desde el principio hasta el final, es para hacerte feliz. Porque me parte el alma verte triste, llorando.
   Pasamos frío, pasamos hambre. Nos duelen las heridas de guerra, nos duele el corazón. Cuando me anoté para venir pensé que iba a ser más fácil. Creo que todos lo pensamos. Estoy traumado. Vi tanta Sangre, Sofía. Nenes de dieciocho años muriéndose desangrados, con vidas por delante…

millones de futuros pisoteados por la guerra. No ganamos, de eso estoy seguro. Perdimos las Malvinas, perdimos vidas, perdimos todo. Sólo nos quedan las ganas de volver a casa.
   Te amo, te amo, te amo. Quiero verte, abrazarte y estar con vos. Te juro que nunca más voy a separarme por tanto tiempo. Nunca más voy a ponerte en ese lugar, sufriendo como lo estás haciendo. Voy a volver muy rápido, mi vida, para cuidarte a vos y a mi bebé. ¿Ya nació? Falta poco, ¿cierto? Si no termina pronto, mandame una foto. La estoy esperando.
   Voy a estar bien, lo prometo.
Pablo”
Solo una lágrima se deslizó por mi mejilla. Di mi último suspiro, y me dejé caer en un profundo sueño. Podía ver a Pablo esperándome a lo lejos de un oscuro túnel, con sus brazos abiertos, gritándome que estaba a salvo. Por fin íbamos a estar juntos.

                                                                     Cata

2 Septiembre

Sol Mariet Aceto

    Segundo puesto en poesía, concurso literario “Palabras en el Valle”

 

6 "A"

Poder
Estamos sedientos de poder y éxito,
el anhelo de las masas
lo que sólo unos pocos afortunados,
pueden alcanzar.
Puedo hacer lo que sea
para obtener lo que deseo
hasta soy capaz, de matar.
Mi alma se corrompe poco a poco
me callo injusticias
y piso la cabeza de los que voy dejando atrás,
estoy libre de piedad y pena
escalo, gambeteo hacia el poder
por encima del débil y el noble.
Inmerso en pecados poco a poco logro mi objetivo.
El precio? mi alma, mi conciencia, mi honor,
he perdido aquello tan valioso para mis ancestros: la palabra.
A cambio tengo lo que siempre he querido, éxito;
mientras los pobres miserables me envidian,
nunca creerían que soy yo quien más abusa de ese pecado.
Porque ellos pueden
dormir por las noches, descansar tranquilos
lejos del diablo.